23/03/2024

Abba, querido papá, me dirijo a Tí con pesar por molestarte con mis preguntas, porque soy lento para entender y raudo para hacer cosas sin pensar. Quizás debería haber entendido de tus enseñanzas quienes son los de corazón puro, si son creados así o si son transformados desde un corazón de piedra como el mio. Si son los pecados los que manchan el corazon o si son las herencias las que influyen. Si son las malas experiencias de la vida o los malos tratos, los que acaban endureciendo un corazon, o son las ansias de tener y poseer. Querido papá quiero tener un corazón limpio para que tú descanses en él.

Querido hijo,

Hace más de treinta años, trabajaste en un laboratorio donde verificabas la eficacia de las lavadoras utilizando ropa sucia estandarizada y un medidor de blancura. Al emplear el medidor de blancura, era necesario contar con un blanco puro como referencia para evaluar la limpieza de la ropa lavada.

Al igual que en el laboratorio, para determinar la pureza de tu corazón, necesitas un estándar que sirva como guía. Jesús, mi hijo, es ese modelo supremo que se encarnó para orientar a todos hacia mí. A lo largo de la historia, he enviado personas que han enseñado a buscar esa pureza en cada época.

En este momento, aún tienes mucho por purificar, pero eres un ejemplo para muchos al mostrarles qué significa tener un corazón limpio. Eres como un jardinero que siembra semillas de amor con dedicación.

Jesús se acercaba a aquellos considerados pecadores, a quienes prefiero llamar «los marginados de la sociedad» de esa época: viudas, enfermos, ciegos, cojos, leprosos, endemoniados, prostitutas, recaudadores de impuestos, entre otros. La sociedad los rechazaba y consideraba impuros.

Los verdaderamente puros son aquellos que se entregan a amar y servir al prójimo sin anteponer la ley, los gustos personales, los intereses egoístas o el beneficio propio. No calculan el provecho que obtendrán en las relaciones humanas ni buscan utilizar a otros sin coste alguno.

Para lograrlo, es necesario desprenderte de tus posesiones y hasta de tu identidad; renunciar a títulos, honores, conocimientos y habilidades. Debes dejar de lado proyectos y planes, liberarte de todo lo que obstaculiza tener un corazón puro.

Debes desaprender lo aprendido y perdonar cualquier ofensa o enojo. Entregarme todo lo que posees y eres, reconociendo que todo te fue dado para administrarlo con fidelidad. Incluso tus pecados, tus acciones negativas, tus emociones destructivas, deben ser entregados.

Al presentarte ante mí, no traigas peticiones ni deseos; basta con un humilde «aquí estoy». Mi medidor de blancura evaluará tu pureza y te indicará lo que aún debes purificar.

Te guiará en el camino a seguir, mostrándote mi rostro en cada hermano. Ayúdale a llevar su carga y libéralo de lo superfluo en su corazón para que pueda encontrarse conmigo. Ámale y recuérdale cuánto Dios lo ama y que se perdone a si mismo, pues ya ha sido perdonado por mi Amor. Y cuando perdono, olvido.

Escucha ahora esta parábola:

En un pequeño pueblo rodeado de montañas, llegó un forastero misterioso que se distinguía por su amabilidad y su habilidad para entablar conversaciones profundas con desconocidos. Su presencia despertaba curiosidad y confianza en aquellos que se cruzaban en su camino.

Este forastero, cuyo nombre era Gabriel, tenía la capacidad de percibir el dolor y la angustia en los corazones de las personas. Con una mirada compasiva, lograba abrir los corazones cerrados y endurecidos por el peso del rencor, el odio y las penas del pasado.

Una tarde, Gabriel se sentó en el banco de la plaza del pueblo y comenzó a hablar con un anciano solitario que cargaba consigo el peso de antiguas disputas familiares. Con paciencia y sabiduría, Gabriel escuchó sus relatos llenos de resentimiento y le mostró el poder sanador del perdón y la liberación que viene al olvidar rencores.

Poco a poco, el anciano dejó ir las cadenas que lo ataban al pasado y experimentó una sensación de alivio y paz que no había sentido en años. Con lágrimas en los ojos, agradeció a Gabriel por ayudarle a encontrar la senda hacia la reconciliación consigo mismo y con los demás.

Después de esa primera experiencia transformadora, Gabriel continuó su misión por el pueblo. Habló con una joven viuda que guardaba rencor hacia el destino por arrebatarle a su esposo, con un comerciante resentido por una estafa sufrida en el pasado, y con una madre que no podía perdonarse a sí misma por errores cometidos.

Uno a uno, Gabriel les mostró el camino hacia la sanación interior a través del perdón y la compasión. Con cada corazón liberado de cargas emocionales, las personas experimentaban una profunda transformación. Se reconciliaban con Dios, encontraban la felicidad en el amor y descubrían la plenitud en el servicio desinteresado a los demás.

El pueblo se llenó de un aura de paz y armonía, donde la bondad y la comprensión reinaban sobre el rencor y la amargura. Gracias a la presencia sanadora del forastero Gabriel, cada habitante aprendió la valiosa lección de perdonar, olvidar y abrir sus corazones al amor incondicional, encontrando así la verdadera felicidad en la conexión con los demás y con lo divino.

Recibe mi bendición y con ella la gracia  para desatar el poder del perdón y la compasión para sanar corazones y guiar a otros hacia la reconciliación y la felicidad en el amor y el servicio.

Tu padre que te ama, Abba

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